Por Helena Serrano Alarcón (4º ESO A)
Un día como otro cualquiera, una mañana con las mismas asignaturas, lentas, aburridas y
algunas hasta interesantes. Y llega la gran noticia, nos van a regalar un par de botas, marca
Monterotondo. No sabía dónde, cuándo, cómo y lo más importante, quién. Una marca que no
conocía, de alguien que no conocía, de lo que sí estaba segura era de que las quería, regalo
aceptado.
Toda información era poca, nos la daban gota a gota, yo quería saber más y esperaba
noviembre en cada segundo, para conocer a la persona que me iba a regalar ese par de botas,
empezando un libro de tapa dura que se quedaría conmigo siempre.
Y llegó el día en el que la idea se hizo regalo, ese par de botas me quedaban perfectas, todo y
digo, todo, fue estupendo, espectacular y fantástico, no podría decir nada malo, de nada, ni de
nadie.
De esos seis días no hubo ninguno que no me pusiera dicho par de botas. Para cuando me tocó
quitármelas ya era tarde, tenían mis rodillas marcadas, no las podía prestar, eran mías.
Navidad y semana blanca, pasaron los meses muy rápido y llegó marzo. Nervios en el
aeropuerto, mariposas en el estómago, el corazón a punto de salirse… y mis botas puestas.
Llegué a un lugar verde, pequeño y amable, me sentía como en casa, tanto que no quería
quitarme las botas, el tiempo pasó aún más rápido. Tardábamos una hora en llegar al bullicio
de una capital, en darnos cuenta de que todo era más grande: Basílica de San Pedro, Panteón,
Iglesia de San Luis, Coliseo, Fontana de Trevi y La Plaza de España, mi reloj no podía contar más
pasos, mi recompensa, un Gelato (helado).
Tocaba volver a casa, mis rodillas aún más marcadas en las botas, las guardé, con la intención
de volver a ponérmelas pronto. Orgullosa de lo vivido, de lo compartido y de lo conocido, una
parte de mi corazón, ya, para siempre, será italiano.